Las palizas y las frases.
Javier Marías. El País
Con
la excepción de los kale borrokos
y similares, que nunca dejaron de amenazar y dar palizas cubriéndose
los unos a los otros en grupo contra una sola víctima, hemos tenido
pocas agresiones cobardes en nuestro país en los últimos decenios.
Parecía que por fin los españoles habían renunciado al ataque
físico de quienes les cayeran mal, o pensaran o dijeran cosas con
las que estaban en desacuerdo, o tuvieran una sexualidad que los
“ofendía”, o fueran de otra raza o de otra religión o sin ella,
o hinchas de otro club de fútbol. Claro que siempre ha habido alguna
que otra tunda y algún que otro asesinato, pero han sido escasos en
comparación con el número de individuos y de días, un goteo
casi inevitable. Desde hace unos años, sin embargo, se empezó a
hacer uso de la coacción y de la fuerza. Se dio poca importancia al
hecho de que en Universidades catalanas y madrileñas destacamentos
de “independentistas” o “izquierdistas” (alumnos y profesores
mezclados, no todos imberbes)
impidieran hablar o pronunciar conferencias a personalidades que les
resultaban ingratas. Y
no se ha dado suficiente importancia al hecho grave de que entre esos
reventadores se encontraran
destacados miembros de Podemos, si no me equivoco. Con esa lenidad
empezó a “normalizarse” algo que nunca puede ser normal, a
saber: vetar, censurar, arrebatar la palabra, prohibírsela por las
bravas a quienes sostienen posturas contrarias.
Este verano
… Bueno, ojalá haya sido sólo producto del infernal calor
continuado, que, como sabe todo el mundo menos nuestros gobernantes
(que nos lo incrementan con el demencial cambio horario que hace
eternas las tardes, sin apenas ahorro), desquicia y exalta los
ánimos. Lo cierto es que ha habido días en que uno abría el
periódico y se enteraba de una agresión tras otra, no individuales
–que también–, sino de la modalidad “pandilla”. Se ha pegado
a homosexuales, absolutamente aceptados por el conjunto de la
sociedad; se ha apaleado a indigentes, aunque eso sea repulsivo
entretenimiento de señoritos en todas las estaciones; se ha zumbado
a inmigrantes; se ha grabado la esvástica a navaja en el brazo de un
chico; y, como lamentable novedad que debería hacer saltar todas las
alarmas, se ha enviado al hospital a una joven con la mayoría de
edad recién cumplida, representante del partido Vox en Cuenca.
Cuando escribo esto, los agresores aún no han sido detenidos, y ya
han pasado bastantes fechas. Se sabe que fueron tres, una mujer y dos
varones; que atacaron a la muchacha por la espalda y se ensañaron
con ella hasta dejarla inconsciente en el suelo; que la llamaron
“fascista” y que la tenían en el punto de mira: “Es ella, a
ver si ahora es tan valiente”, les oyó decir la víctima justo
antes de los valientes puñetazos y patadas colectivos.
En algún momento se especuló con que el motivo de la paliza pudiera
haber sido que esa joven había osado defender las corridas la
víspera en las redes sociales. La mera especulación es para echarse
a temblar: defensores de los animales prestos a tundir a los de su
propia especie con aficiones que les desagraden. Pero no parece que
sea el caso: más bien se ha tratado de violencia –esta sí–
fascista, semejante a la que practicaban los falangistas antes de la
Guerra Civil (y también sus equivalentes de izquierdas). Es un
suceso gravísimo que pueda actuarse así por diferencias políticas.
Desde que
esas redes sociales se han masificado, demasiada gente se ha
acostumbrado a escribir
salvajadas de todo tipo, amparándose
en el anonimato. Si subrayo el verbo es porque, como sabemos los
plumillas, no es lo mismo decir que escribir. La lengua es rápida,
casi tanto como el pensamiento, pero lo que sale de ella se esfuma y
no perdura un instante, y siempre se puede negar haberlo soltado, o
retractarse de inmediato. La escritura requiere “composición”,
por irreflexiva y veloz que sea. La frase más tosca y peor redactada
ha debido pensarse mínimamente antes de darle a la tecla. Ha debido
construirse. Por seguir con la rabia antitaurina,
si un torero es cogido gravemente, el comentario en el bar sería más
o menos: “Ojalá el toro lo hubiera matado”. Un tuit, se quiera o
no, es siempre un poco más elaborado: “Lo único que lamento es
que no te reventara la femoral y te desangraras como un cerdo, hijo
de puta asesino”, por ejemplo. Esto queda, se retuitea y se
propaga, a diferencia del comentario oral. Guste o no, hay ahora un
lugar plagado de frases deseándoles la muerte a otros, o
amenazándolos con ella. Frases que flotan indefinidamente, que
permanecen, que no se las lleva el viento, como se decía
tradicionalmente que ocurría con las palabras. Pasar a la
realización de los deseos es tanto más tentador y fácil cuanto
menos efímera es la expresión de esos deseos, o es cuanto más
persistente. En lo escrito no se suele matizar con el tono, sea de
exageración, de guasa, de ganas de provocar y escandalizar … sin
ir del todo en serio. Cabe la literalidad en mucha mayor medida que
en lo dicho. A todo esto tampoco se le concede importancia, o apenas.
El paso siguiente a la literalidad, sin embargo, el que jamás
debería darse, es cumplir las amenazas y los deseos … eso, al pie
de la letra, como si aún fueran sólo frases.
Me
encanta la tercera acepción del diccionario de la RAE de la palabra
normal:
“Que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas
normas fijadas de antemano”. Ojalá fuera esa la primera definición
del término, en lugar de la que ahora figura (“que se halla en su
estado natural”), porque expresa a la perfección lo que siempre he
pensado, a saber, que vivimos presos
de un trágico malentendido consistente
en creer que, cuando hablamos de normalidad, nos estamos refiriendo a
lo más habitual, lo mayoritario, lo “natural”, como dice la
primera voz. Cuando, en realidad,
de lo que estamos hablando es de la norma, de la ley, de una
convención previamente fijada. De un marco al que intentamos
adaptarnos, pero que en realidad no define a nadie o casi nadie. Y es
que tengo la profunda sospecha de que los individuos “perfectamente
normales” son escasísimos. A veces llego a pensar que en realidad
no existen, que son un simple mito, como los dragones escamosos o el
unicornio alado.
La
vida me ha demostrado que, en realidad, todos estamos llenos de
rarezas y de pequeñas manías. Aunque las ocultamos celosamente, por
lo general no les damos mayor importancia, y con razón, porque las
rarezas se repiten muchísimo: o sea, es más habitual ser raro que
normal. Hace años escribí un artículo sobre esas manías secretas,
a raíz de haber descubierto que una conocida, la más sensata,
serena y confiable de su grupo de amigos, llevaba toda su vida
guardando en cajitas de cerillas las uñas que se recortaba en manos
y pies. A mí me había parecido algo sorprendente, pero luego me
escribieron tres lectores diciendo que ellos hacían lo mismo. Creo
que ser verdaderamente raro es imposible. Lo cual resulta bastante
consolador.
El
pasado mes de julio participé en un curso formidable en El Escorial,
uno de esos de verano de la Complutense. Lo dirigía Raúl Gómez
Gómez y se titulaba prometedoramente Los
excesos de lo normal y los defectos de la cordura,
un enunciado que también suscribo. Pues bien, cuando di mi charla se
me ocurrió preguntar a la gente por sus rarezas.
Si tres personas contáis
vuestras manías, yo contaré la mía, propuse como quien cambia
cromos. La sala estaba llena y me pareció que me miraban con ganas
de sincerarse, pero cohibidos. Con pudor, con recelo, con timidez. Al
cabo, dos o tres se animaron a hablar, aunque relatando
comportamientos muy comunes, como, por ejemplo, fijarse en las
matrículas de los coches y hacer cálculos matemáticos con ellas.
Pero, cuando el encuentro terminó, unos cuantos se acercaron
discretamente a mí y me confesaron en la intimidad unas rarezas
estupendas.
Voy
a contar dos que me encantaron, por lo diferentes y complejas. Un
hombre me dijo que, cada vez que recogía la colada de la cuerda del
patio, dejaba caer a propósito un calcetín; y que luego iba
comprobando periódicamente si la prenda seguía allá abajo, en el
suelo, o si la conserje lo había rescatado ya, que era lo que, antes
o después, terminaba sucediendo. Luego la mujer lo dejaba en un
reborde de la escalera, para que lo encontrara el vecino que lo
hubiera perdido. Y ahí nuestro amigo recuperaba su calcetín, todo
feliz. No me digan que no es un relato formidable: qué significará
ese calcetín para ese hombre, por qué necesitará comprobar tan a
menudo que hay alguien que cuida de él y que no permite que se
pierda. A menudo hacemos poesía con nuestras vidas sin saberlo.
La
otra rareza también es genial. Una mujer me contó que, cada vez que
viajaba, iba dejando su ropa en las habitaciones de los hoteles y
regresaba a casa con la maleta vacía. ¡Guau! Eso sí que es un
viaje liberador, un trayecto hacia la ingravidez,
una ceremonia de purificación. Mientras los demás
solemos ir engordando nuestro equipaje en los viajes y regresamos con
el doble de la carga con la que nos fuimos (una metáfora de la
pesadumbre de la vida), esta mujer vuela.
Ambos
hábitos son tan elocuentes y curiosos, en fin, que parecen
inventados. Pero no: son reales. Aún más: estoy convencida de que
debe de haber por ahí más gente que haga lo mismo, porque, como he
dicho antes, no hay nada más común que una rareza. La mía, por
cierto, es de lo más vulgar: duermo con la almohadita de mi cuna, es
decir, soy como Linus, el amigo de Charlie Brown, y su frazada. ¿Y
ustedes? Permítanse una pequeña libertad y saquen sus manías del
armario.
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